Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
VIAJE A YUCATAN II



Comentario

CAPÍTULO V


Viaje al rancho Nohcacab. --Una fuente y una ceiba. --Llegada al rancho. --Su apariencia. --Un trío de enfermos. --Efectos de un buen almuerzo. --Visita a las ruinas. --Terraza y edificios. --Carácter de estas ruinas. --Desengaño. --Vuelta a Xul. --Visita a otra ciudad arruinada. --Edificio en ruinas. --Un arco revocado y cubierto de pinturas. --Otras pinturas. --Pozo subterráneo. --Vuelta al pueblo. --Jornada de Ticul. --Grandes montículos. --Pasaje de la sierra. --Gran vista. --Llegada a Ticul. --Fiesta del pueblo. --Baile de mestizas. --Trajes. --Baile del toro. --El lazo. --Baile diurno. --Los fiscales. --Escena burlesca. --Una danza. --Amor frenético. --Almuerzo único. --Fin del baile



A la mañana siguiente, muy temprano, salimos para el rancho Nohcabab, distante de allí tres leguas. El dueño había partido antes de amanecer para recibirnos en su territorio. No nos habíamos alejado mucho todavía, cuando Mr. Catherwood sintió un ligero dolor de cabeza y nos manifestó su deseo de caminar más despacio. En tal virtud le dejamos atrás para que marchase en compañía del equipaje, tomando la delantera el Dr. Cabot y yo. El aire de la mañana era fresco y reparador, el paisaje quebrado, cubierto de colinas y pintoresco. Como a la distancia de dos leguas llegamos a un gran depósito de agua, o fuente, que era un gran vaso rocalloso como de noventa pies de circunferencia y unos diez de profundidad, que servía de depósito para las aguas llovedizas. En un terreno tan árido era aquél un agradable espectáculo; y junto a la fuente descollaba un gran árbol de ceiba, que parecía invitar al viajero a que reposase bajo sus ramas. Dimos de beber a nuestros caballos en el mismo mueble que usábamos nosotros para aquel objeto, y sentimos la vehemente tentación de tomar un baño, a que habríamos sucumbido con el mayor gusto, si no hubiese prevalecido el temor de correr el riesgo de los fríos y calenturas, cuya experiencia propia aun no se borraba. Esta fuente distaba una lengua del rancho a donde nos dirigíamos, y era el único depósito de agua de donde se proveían sus habitantes.

A las nueve de la mañana llegamos al rancho que justificaba plenamente el espíritu de aquel refrán español: "El ojo del amo engorda al caballo". Las primeras casas estaban cercadas de una bien construida pared de piedra, a lo largo de la cual aparecían de trecho en trecho algunos esculpidos fragmentos de las ruinas. Algo más allá, se levantaba otra pared que cercaba la cabaña que solía ocupar el propietario en sus visitas al rancho, y cuya entrada se formaba de dos monumentos de piedra esculpida de un dibujo curioso y muy excelente trabajo, haciendo subir de punto nuestras esperanzas acerca de las ruinas de aquel rancho y sosteniendo la verosimilitud de los relatos que habíamos escuchado con respecto a ellas.

El propietario estaba en expectativa para recibirnos, y habiendo tomado nosotros posesión de una cabaña desocupada que se nos destinó y dispuesto de los caballos, le acompañamos a echar una ojeada sobre el rancho. Lo que el propietario consideraba más digno de mostrarse era, en primer lugar, su cosecha de tabaco, colocado para secarse en algunas chozas vacías, y que él contemplaba con gran satisfacción; y en segundo lugar, el pozo que miraba con el pesar más profundo. Tenía trescientos cincuenta y cuatro pies de profundidad, y, a pesar de eso, aun no había dado agua.

Cuando nos hallábamos ocupados en este examen, llegaron los conductores del equipaje, dando la noticia de que Mr. Catherwood se había enfermado, y que le habían dejado tendido en el camino. Inmediatamente pedí al propietario un koché y algunos indios, que él se apresuró a proporcionarme con la mejor voluntad: al mismo tiempo ensillé mi caballo y retrocedí de carrera en busca de Mr. Catherwood, a quien hallé tendido en el suelo, y a Albino a su lado, bajo la sombra del árbol que estaba junto a la fuente. Tiritaba con el frío precursor de la calentura, estaba cubierto de todas las envolturas que pudo haber a la mano, con inclusión de las sillas mismas de los caballos. Mientras se hallaba en tal estado, presentáronse dos hombres montados en un solo caballo, trayendo sábanas y frazadas para formar la cobertura de un koché. En pos vino una bulliciosa línea de indios conduciendo palos y mimbres para atarlos, y todavía se pasó una hora larga para concluir el vehículo. El camino era estrecho, bordado de ambos lados de zarzas y espinos, que lastimaban la piel y músculos de los indios conductores del koché, obligados frecuentemente a detenerse para salir de un zarzal. Al llegar al rancho, nos encontramos al Dr. Cabot acometido ya de la calentura. De la irritación y ansiedad que yo sufrí acompañando a Mr. Catherwood bajo el sol ardiente, y de hallar al doctor postrado, asaltome también un fuerte calosfrío, y a los pocos minutos los tres nos encontramos confinados en las hamacas. Pocas horas habían bastado para producir en nosotros un cambio tan súbito, y en nada estuvo que nuestro huésped se enfermase también; se había ocupado afanosamente en prepararnos un almuerzo en grande, y parecía mortificadísimo de ver que ninguno de nosotros se hallaba en disposición de hacer justicia a su mesa. Movido de un vivo sentimiento en favor suyo, le hice sentarse a mi lado en la hamaca; y el esfuerzo que hice le puso muy contento, y empezó a pensar que mi postración era un efecto solamente de la reacción de la fatiga que había sufrido; y, en efecto, lo que comencé a hacer por complacer al huésped continuó gradualmente en propia satisfacción mía, y ya no tenía aprensión ninguna por la enfermedad de mis compañeros. Mi tranquilidad se restableció perfectamente, y concluido el almuerzo salí a echar una ojeada a las ruinas.

Desde nuestra llegada a Yucatán, habíamos recibido por varias partes muchas demostraciones de cortesía y civilidad; pero ningunas más cumplidas que las de nuestro huésped del rancho Nohcacab. Él había ido allí con la intención de pasarse una semana con nosotros, y los indios del rancho se hallaban enteramente a nuestra disposición por todo el tiempo que hubiésemos querido permanecer en él.

Pasando a través de una de las cabañas, llegamos a una colina cubierta de árboles y bastante barrancosa; y sobre ella el propietario había hecho practicar no una vereda de indios, sino un camino de dos o tres varas de ancho, que conducía a un edificio colocado en una terraza, situada sobre uno de los frentes de la colina. La parte superior de la cornisa había caído del todo, pero la inferior estaba en pie y era de piedra llana. También la parte inferior se hallaba completa, pero no tenía ninguna fisonomía o carácter particular. Siguiendo la ceja de esta colina, llegamos a otros tres edificios situados sobre la misma línea, y sin ninguna variación importante en los detalles, excepto que una de las bóvedas carecía de clave, sino que las dos paredes se juntaban formando un ángulo cerrado en forma de punta. Los indios nos dijeron que éstos eran los únicos edificios que permanecían, porque aquéllos de donde se habían extraído las columnas que decoraban la iglesia de Xul no eran ya sino una masa informe de ruinas. El chasco, pues, era completo para mí. Allí no había objetos que dibujar, y, excepto la impresión profunda que me producía hallarme vagando en medio de las desoladas estructuras de otra antigua y arruinada ciudad, nada podía sacarse de aquel sitio. El propietario parecía extremadamente mortificado por no tener otras ruinas mejores que presentarnos; pero yo le hice ver que la culpa no era suya, y que no tenía por qué mortificarse. Después de todo, era ciertamente un contratiempo desgraciado el encontrarnos con tan buena voluntad de su parte, y con tal número de indios a nuestra disposición, sin tener en qué aprovecharlos. Los indios mismos participaban del sentimiento de su amo, y para indemnizarse de aquel chasco me hablaron de otras dos ciudades arruinadas, una de las cuales apenas distaba dos leguas del pueblo de Xul.

Luego que regresé al rancho y di cuenta de mi excursión, Mr. Catherwood propuso que volviésemos inmediatamente al pueblo. Albino le había hecho una pintura alarmante de la situación sanitaria del rancho, y consideraba muy prudente no pasar una sola noche allí. El Dr. Cabot estaba sentado en su hamaca disecando un pájaro. Un nuevo ataque de calenturas podía obligarnos a detenernos más tiempo, y por consiguiente resolvimos de común acuerdo regresar de luego a luego a Xul. Nuestra determinación fue ejecutada con la misma prontitud con que la habíamos concebido; y, dejando el equipaje a cargo de Albino, con asombro de los indios y grande mortificación del propietario, media hora después estábamos en camino para el pueblo.

Ya era bastante tarde cuando llegamos, pero el cura nos recibió con la misma bondad de antes. Durante la velada me propuse hacer investigaciones sobre el sitio de que los indios del rancho me habían hablado. Apenas distaba de allí dos leguas; pero ninguno de los concurrentes tenía noticia de su existencia. Sin embargo, el cura envió por un joven que tenía su rancho en aquella dirección, y éste prometió que me acompañaría.

A las seis de la mañana siguiente me puse en camino con mi guía, sin que Mr. Catherwood ni el Dr. Cabot pudiesen acompañarme. Como a dos leguas de distancia llegamos a un rancho de indios, y supimos por una vieja que habíamos pasado ya de la vereda que conducía a las ruinas. No conseguimos que retrocediese a mostrarnos el camino; pero nos dio la dirección de otro rancho, en donde, nos dijo, podíamos procurarnos un guía. Este rancho se hallaba situado en un pequeño desmonte hecho en medio de la floresta, cerrado de un soto ele arbustos: delante de la puerta había una enramada de hojas de palma, en el interior se columpiaban algunas hamacas, y el conjunto era la verdadera pintura de las comodidades de la vida indígena.

Mi compañero se dirigió a él, y yo desmonté del caballo creyendo que aquél era un buen sitio para descansar, cuando he aquí que, al echar hacia abajo una mirada, me encontré con que mis pantalones no se veían de garrapatas. Dirigime a un arbusto para tomar una rama y sacudirme, y centenares de aquellos insectos cayeron sobre mis manos y brazos. Sacudime como mejor supe de las que se hallaban más a la vista, y montando de nuevo me alejé de allí esperando muy de corazón que no encontrásemos las ruinas, ni nos ocurriese la necesidad de alojarnos en aquel bendito rancho que me había parecido tan confortable.

Tuvimos la fortuna de hallar en el rancho a un indio, que, por razones que sabían él y la mujer del amo de casa, que a la sazón se hallaba en su milpa, estaba allí haciendo una visita. Sin el tal indio, difícil habría sido proporcionarnos el nuevo guía. Retrocedimos, pues, y habiendo cruzado el camino real, entramos por la floresta del otro lado: atamos los caballos, y el indio abrió una vereda sobre el declive de una colina en cuya parte superior estaban las ruinas de un edificio. La pared exterior había caído, dejando expuesta a la vista la mitad de un arco o bóveda interior, hacia la cual se iba concentrando toda mi atención conforme nos acercábamos. Este arco estaba revocado y cubierto de figuras pintadas de perfil, bastante mutiladas; pero, en su lugar, quedaba todavía una hilera de piernas, que al parecer habían pertenecido a una procesión, que a primera vista trajo a mi espíritu el recuerdo de las procesiones funerales que se ven sobre las paredes de las tumbas de Tebas. En la pared o tabique triangular que formaba la testera de la pieza había tres compartimientos en que aparecían otras figuras, adornadas unas cabezas de plumeros, otras de un sombrero a manera de torre o campanario, otras llevando encima una cosa muy parecida a un canasto, y dos había que descansaban sobre las manos con los pies en el aire. Estas figuras tenían como un pie de tamaño, y la pintura era roja; el dibujo muy bueno, la actitud expresiva y natural, y en su conjunto eran con mucho, aun en su estado de mutilación, las más interesantes que yo hubiese visto de este género en el país.

Otro departamento estaba también revocado y cubierto de pinturas, cuyos colores eran muy vivos y brillantes en algunos sitios. Aquí cogimos y matamos una culebra de cinco pies de largo, y al sacarla se me representaron vivamente las terribles escenas que debieron haber ocurrido antiguamente en aquel país, los gritos de angustia que se elevarían hasta los cielos cuando estos edificios cubiertos de pinturas y esculturas se abandonaron para venir a ser después la morada de los cuervos y de las serpientes.

Había allí otro edificio, y según nos dijo el guía, estos dos eran todos los que existían en pie; pero es muy probable que hubiese todavía otros más, sepultados en la espesura de la floresta. Volviendo a donde estaban los caballos, se me guió a otro pozo subterráneo de un carácter extraordinario, que sin duda proveía de agua a los antiguos habitantes. Mirelo desde la boca y observé que el primer descenso se hacía por una escalera muy empinada, pero no me sentía dispuesto a emprender una nueva exploración.

A los pocos minutos habíamos montado de nuevo para volver al pueblo. A cada paso, y en todas direcciones, se nos presentaban montes de ruinas, que para explorarlas se habría necesitado de años enteros: nosotros sólo podíamos disponer de algunos meses, y las enfermedades venían a detenernos en la obra. A lo menos Mr. Catherwood necesitaba de algunos días para poder reasumir sus trabajos. Yo estaba realmente afligido de la magnitud de cuanto se nos presentaba delante; y, no pudiendo por entonces hacer nada de provecho, determiné cambiar el lugar de la escena. La fiesta de Ticul estaba entre manos, y aquella noche misma debía comenzar con un baile de mestizas. El pueblo de Ticul estaba en el derrotero de nuestro regreso y distaba de Xul nueve leguas; sin embargo de esto, yo me determiné a emprender el viaje y llegar allí aquella misma noche. Mi compañero no simpatizaba mucho con mi buen humor; pues su silla de vaquero le embarazaba y apenas podía caminar a un paso corto. A pesar de que me era necesario economizar toda mi fuerza para la caminata que proyectaba, tomele su pésima silla y fatal caballo trotón, dándole mi cabalgadura. A fuerza de talonazos, hubimos de llegar al pueblo de Xul a las once de la mañana, y en el acto dispuse que, sin desensillarlo, se bañara a mi caballo dándole después un buen pienso de maíz, en tanto que se me servían dos huevos cocidos. Mientras almorzaba yo, Mr. Catherwood tuvo un nuevo acceso de fiebre, y mi caballo se escapó, pero el acceso fue ligero, y el fugitivo fue preso a buen tiempo y traído a mi presencia. Así, pues, a las dos de la tarde continué mi jornada con una sábana y una hamaca y llevando a Albino de compañero. El calor era sofocante, y de buena gana hubiera gruñido Albino por la salida a una hora semejante; pero ansiaba por hallarse en la fiesta de Ticul.

Como a la hora de estar en marcha, vimos a través de los bosques, hacia el lado derecho, algunas grandes colinas artificiales, que indicaban la presencia allí de alguna ciudad antigua y arruinada. Dirigime hacia allí para echar una ojeada sobre los edificios; pero todos estaban en la ruina más completa, y no gané más que un aumento nuevo de garrapatas sobre las infinitas que ya tenía encima. Nada habíamos oído decir en el pueblo acerca de estas ruinas, y, por más que lo investigué después, jamás pude llegar a saber el nombre con que eran conocidas.

A la distancia como de tres leguas comenzamos a subir la sierra, y por espacio de dos horas el camino se extendía sobre un lecho inmenso de roca viva. Después de la montaña del Mico, ésta era la peor cuesta que yo había subido, si bien era de un carácter muy diferente; en vez de que los fosos, cavidades y paredes fueran de lodo, aquí eran de roca pelada, sobre la cual era intensa la reflexión de los rayos solares, y extremadamente ofensiva a la vista. Había sitios en que la roca estaba lisa y resbaladiza como el cristal. Yo había cruzado esa sierra anteriormente en dos diferentes puntos; pero éstos eran comparativamente con el actual, lo mismo que el Simplón con el San Gotardo a través de los Alpes. Los cascos de mi caballo resonaban a cada paso; y, aunque el animal era fuerte y estaba bien herrado, vacilaba y resbalaba a cada instante de un modo que causaba pena y peligro no sólo a la pobre bestia, sino también al jinete; y en verdad que habría sido un cambio agradable el haber caído casualmente en algún fangal en aquella circunstancia. Era imposible caminar sino al paso; y temeroso de que nos asaltase la noche, pues, en tal caso, como no había luna, podíamos extraviarnos fácilmente, desmonté y seguí a pie llevando del diestro a mi caballo.

Era ya casi de noche cuando llegamos a la cima de la última cuesta. La vista era de las más espléndidas que yo había contemplado en Yucatán. En el borde mismo de la cuesta se veía la pequeña iglesia llamada "La Ermita", hacia abajo el pueblo de Oxcutzcab, y en último término una llanura ilimitada cubierta de espesos bosques, interrumpidos apenas en tres partes en que descollaban otros tantos pueblecillos. Descendimos por una vereda barrancosa y tallada en la piedra viva, y, dando una vuelta a lo largo del frente de "La Ermita", dimos en una ancha calzada de piedras, extraídas de los arruinados edificios de alguna ciudad antigua. Pasamos bajo una imponente puerta de entrada, y al llegar al pueblo nos detuvimos en la primera casa para tomar un trago de agua; desde allí, al echar una ojeada hacia atrás, vimos acumularse las sombras de la noche sobre la sierra, de cuyo conflicto nos habíamos escapado tan a duras penas. Había en las inmediaciones una porción de montículos, que yo quería examinar de paso; pero como nos quedaba que andar cuatro leguas todavía, no me pareció bien detenerme, y seguimos adelante. El camino era ancho y bien nivelado, pero pedregoso; y muy pronto sobrevino una oscuridad tan profunda, que era imposible ver nada. Mi caballo había hecho aquel día una jornada harto laboriosa, y vacilaba de tal suerte, que con dificultad acertaba yo a contenerlo y evitar que cayese postrado. Cruzamos por medio de las jaurías de perros que nos ladraban en otros dos pueblos, de los cuales nada pude distinguir, sino las siluetas de sus gigantescas iglesias, y a las nueve de la noche trotábamos ya por medio de la plaza de Ticul, cubierta de indios en aquel momento. Las luces brillaban en toda ella; en el centro había un gran tablado circular para la lucha de los toros, y hacia un extremo se veía una amplia enramada, de la cual brotaban torrentes de música, anunciando que el baile de mestizas había comenzado ya.

Otra vez recibí la cordial bienvenida del cura Carrillo; pero la música de la enramada me estaba recordando que volaban los momentos del placer. Como estaban ya nuestros baúles en Ticul, conforme a las órdenes que habíamos enviado a Nohcabab, hice de prisa mi tocador y encamineme a la sala de baile acompañado del padre Briceño: la muchedumbre que estaba en la parte de fuera nos abrió paso; don Felipe Peón me hizo seña para que entrase, y un momento después me hallaba instalado en uno de los sitios más cómodos del baile de mestizas. Después de vagar por un mes en los ranchos de indios, de haber trabajado aquel día mismo en las ruinas, alejado de toda distracción por las mordeduras de las garrapatas, trepado una sierra fragosa y hecho una jornada más penosa que podía serlo una de sesenta millas en nuestro propio país, encontrábame de improviso en un baile fantástico, en medio de la música, de la iluminación, de mujeres preciosas, y en posesión plena de una silla de brazos y de un cigarro en la boca. Por un momento me asaltó una ligera sombra de pesar, recordando a mis pobres compañeros enfermos; pero muy pronto les eché en olvido.

La enramada o salón de baile era un cobertizo como de ciento cincuenta pies de largo y cincuenta de ancho, rodeado de una balaustrada de ruda madera, cubierto de costales para proteger a los espectadores de la intemperie, e iluminado de luces colocadas en faroles. El piso era de mezcla compacta y endurecida: en el circuito del enverjado había una línea de asientos ocupados todos por las señoras; y los caballeros, los muchachos de ambos sexos, las criaturas y sus nodrizas estaban sentados en el suelo, habiendo ido a colocarse entre todos éstos don Felipe Peón, cuando me cedió el asiento que ocupaba. El baile de las mestizas es un baile que puede llamarse de fantasía: en él, las señoritas del pueblo se presentaban de mestizas, es decir, vestidas del traje que usa esta clase en el país: una vestidura suelta muy blanca con bordados rojos en el ruedo y en el cuello, un sombrero negro de hombre, en la cabeza, una trenza azul pendiente del hombro, y cadenas, brazaletes y arracadas de oro. Los jóvenes, imitando a los vaqueros y mayordomos, aparecían vestidos de camisa y pantalones de muselina listada, botines de gamuza amarilla, sombrero recio y pequeño de paja con borlas y ribetes de hilo de oro. Ambos trajes eran tan bonitos cuanto caprichosos, sólo que el sombrero negro me pareció realmente repulsivo a primera vista. Yo había oído decir que el sombrero negro era un obligado del traje de las mestizas; pero yo me imaginé que sería de paja, y de alguna graciosa y bella construcción; mas las facciones de las muchachas eran tal dulces e interesantes, que a pesar del sombrero de hombre nada perdían de su encanto femenil. El conjunto de la escena fue algo diferente de lo que yo me había figurado, y era más fantástico, caprichoso y pintoresco.

Para sostener ese carácter fantástico, la única danza era la del "Toro". Un vaquero se colocaba en el puesto y todas las mestizas eran llamadas a él una por una. Esta danza, tal cual la habíamos visto entre los indios, era de poquísimo interés en sí misma, y exigía un movimiento del cuerpo, un giro de los brazos y un traquido de los dedos, que por lo menos nada tenían de elegantes; pero entre las mestizas de Ticul era muy graciosa y agradable, y el traquido de los dedos atraía particularmente. Allí no había bellezas deslumbradoras, y ninguna se figuraba que lo fuese; pero todas ellas ostentaban tal suavidad, dulzura y amabilidad de expresión, que producían un simpático sentimiento de ternura. Sentado con toda comodidad en mi silla de brazos, después de mi residencia en los ranchos de los indios, sentíame muy particularmente susceptible a esas influencias.

El baile se acabó demasiado pronto, y cuando apenas comenzaba a recoger el fruto de mi laboriosa tarea de aquel día. En el instante hubo una irrupción de mozos para llevarse las sillas a casa de sus respectivos dueños; y al cabo de media hora, todo el pueblo se hallaba sumergido en el reposo, con excepción del sitio en que estaban las mesas en frente del corredor de la audiencia. Después de un rato más, hallábame en mi pacífica celda en el convento, imaginándome ver todavía las gentiles figuras de las mestizas; pero, rendido del cansancio y fatigas de aquel día, olvidelas muy pronto.

Al amanecer el siguiente día, el repique de las campanas y el estruendo de los cohetes anunciaron la continuación de la fiesta. Celebrose en la iglesia una misa solemne; y a las ocho de la mañana hubo en la plaza una grande exhibición del lazo de novillos, hecha por los vaqueros aficionados. Entonces aparecieron montados en grandes sillas vaqueronas, armados de espuelas y provistos todos de un lazo corredizo en la mano: soltáronse los novillos en el circo que mantenía abiertas sus puertas en todas direcciones. Corrían los aficionados en pos de los animales con una especie de frenesí, y con notorio peligro de la gente anciana, de las mujeres y muchachos que inundaban las avenidas haciendo lo posible por contemplar de cerca el espectáculo, tan animados con la carrera como los novillos y vaqueros mismos. Uno de los caballos dio un tropezón y cayó arrastrando en su caída al jinete; pero felizmente no hubo ningún descalabrado.

Concluida esta barahunda, se dispersó la concurrencia para hacer los preparativos del baile del día. Por espacio de una hora estuve sentado en el corredor del convento contemplando la plaza. El sol brillaba despidiendo un calor intenso, y el pueblo entero estaba engolfado en la quietud, como si le hubiese sobrevenido súbitamente una inmensa calamidad. Al cabo de ese tiempo, un grupo cruzó la plaza: era un vaquero escoltando a una mestiza, que se dirigía al baile, llevando desplegado un quitasol de seda encarnada para protegerla contra los rayos del sol de mediodía. En pos apareció una señora anciana en compañía de un caballero, de varios muchachos y criados, que formaban un completo grupo de familia, vestidas las mujeres de blanco con pañolones y chales de un color rojo muy subido, otros grupos aparecieron en el instante en todas direcciones, formando en la plaza un pintoresco y agradable espectáculo. En el instante me dirigí hacia la enramada. A pesar de hallarnos en pleno día, y sin más sombra que la muy ligera que podía proporcionar un toldo de costales, conforme iban sentándose las mestizas, me parecían más bellas que la noche precedente. El sombrero negro había perdido su carácter repugnante, y en algunas de las mestizas producía muy buen efecto. El vestido de los vaqueros también podía sufrir la prueba de la luz diurna. El sitio estaba abierto para cuantos quisiesen entrar, y el piso estaba materialmente empedrado de indios, muchachos y mestizos verdaderos, vestidos de camisas de algodón, calzoncillos y alpargatas: la baranda exterior aparecía decorada de una masa densa de indios y mestizas, que miraban con la mayor satisfacción y alegría aquel remedo de sus personas y sus costumbres. El conjunto de todo aquello era más informal, bullicioso y alegre de lo que parecía se había pensado que fuese; esto es, una fiesta de pueblo.

El baile diurno, o de día, tenía por objeto poner en acción la vida de una hacienda de campo; y había allí dos personajes prominentes, que no aparecieron en la noche anterior, y se llamaban fiscales, que antiguamente eran unos adjuntos de los caciques y les representaban en su autoridad sobre los indios. Aparecían ataviados de unas camisas largas no muy limpias, rotas en algunas partes y con mangas disformes; de calzoncillos sujetos con un ceñidor de algodón, cuyas extremidades caían hasta más abajo de las rodillas, de sandalias, sombreros de paja puestos de través y con alas de diez o doce pulgadas de ancho bajo los cuales se escapaban unos largos mechones de cabellos que les cubrían las orejas. Uno de ellos portaba oblicuamente sobre el hombro una manta de algodón azul desteñido, diciendo que era un vínculo que le venía por herencia de un antiguo cacique; y ambos tenían en las manos unas disciplinas. Estos dos individuos eran los directores y maestros de ceremonias con una autoridad absoluta e ilimitada sobre toda la concurrencia y con derecho, según se jactaban de ello, hasta para zurrar a las mestizas, si les venía a cuento.

Conforme iban llegando las mestizas, los fiscales hacían a un lado sin ceremonia al caballero, en cuya compañía se presentaba la recién venida, y la conducían a su asiento. Si el caballero no se daba mucha prisa en obsequiar aquella muda intimación, tomábanle de los hombros y le hacían caminar hasta el otro extremo del salón. Una turba les seguía a dondequiera que se encaminaban, y, mientras se estuvieron reuniendo los bailadores, todo era barullo risible y confusión estrepitosa por los extravagantes esfuerzos que hacían para conservar el orden.

Lograron al fin despejar un espacio suficiente para el baile, empujando de una manera poco ceremoniosa a las damas, hasta arrimarlas a la balaustrada, y cogiendo del hombro a los demás concurrentes, hombres y muchachos, para hacerles tomar asiento en el suelo. Mientras se hallaban en esto, presentose a la puerta, encendiendo tranquilamente un nuevo cigarro en el que se le gastaba, un corpulento caballero, de respetable apariencia, y que desempeñaba en el pueblo un destino elevado; tan pronto como los fiscales le vieron, abandonaron la obra que tenían entre manos, y usando de su caprichoso y ridículo poder arbitrario, dirigiéronse hacia él, le arrastraron hasta el centro de la pieza, colocándole en las espaldas de un vaquero y, apartando las faldas de su casaca, diéronle una azotaina con tal escarnio y solemnidad, que todos los concurrentes se debatían en una risa convulsiva. Estremecíanse las posaderas del elevado dignatario, el vaquero vacilaba con el peso, y en nada estuvo que ambos diesen en tierra.

Terminada esta operación, los muy pícaros se dirigieron hacia mí, porque el inglés no se había escapado por mucho tiempo de su vista. Hasta allí había evitado con dificultad un lance, y parecía que mi turno llegaba al fin. El que portaba la manta azul de los antiguos caciques abriose camino a grandes pasos, y agitando el zote en el aire, lanzando una voz estentórea y centelleándole los ojos de una manera estrambótica, se encaminó a donde yo estaba. Seguíale la turba y llegué a recelar que tratasen de colocarme a cuestas de un vaquero; pero inesperadamente se detuvo el fiscal, y cambiando de tono me lanzó una estrepitosa arenga en lengua maya. Todos sabían que yo no comprendía una sola palabra del discurso, y por de contado era yo el objeto de la risa universal. No dejaba de mortificarme el lance; pero, haciendo un esfuerzo por traer a la memoria mi colección de palabras mayas aprendidas en Nohcarab, quise responder y respondí efectivamente con una oración en inglés. El efecto fue instantáneo. El fiscal no había escuchado jamás un idioma que no comprendiese, y aplicaba el oído con todo empeño, imaginándose que consagrando toda su atención podría llegar a comprender el significado de mis palabras, que le confundieron y colocaron en tal ansiedad, que al fin vino a convertirse en objeto de burla y risa de cuantos le contemplaban. Quiso replicarme comenzando otra arenga, pero yo le tapé la boca con una estrofa en griego que se me ocurrió de improviso. Esto bastó para dejarle mudo, y dándome el título de inglés, me echó los brazos al cuello llamándome su amigo, conviniendo mutuamente en que no volveríamos a emplear otro idioma que el castellano.

Finalizada esta escena, mandó que la música comenzase, plantó en el puesto a un vaquero, sacó a bailar a una mestiza, introdujo de nuevo la confusión entre los espectadores, y sentose tranquilamente en el suelo y a mis pies. Todas las mestizas fueron a su vez llamadas a bailar, y se me presentó el mismo bello espectáculo que presencié la noche precedente. Sobre todo estaba allí una mestiza que ya me había llamado la atención: sería apenas de quince años, de una talla fina y delicada, y de unos ojos tan tiernos y expresivos, que era imposible mirarlos sin experimentar un sentimiento de ternura. Parecía echada al mundo para ser contemplada y amada de todos, y estaba vestida de un holán blanco finísimo, el verdadero emblema de la pureza, de la inocencia y del amor. Según supe, su nacimiento era vergonzoso, pues era crianza o hija natural de un caballero del pueblo. Acaso el temor de ser objeto del desprecio de los otros, daba a su apariencia aquel aire de indescriptible interés; pero, recogida felizmente en la casa paterna, ella podía caminar por los senderos de la vida sin encontrar una mirada de aversión, ni experimentar la vergüenza que manchaba su nombre.

Como puede suponerse, la presencia allí de aquella señorita no pasó desapercibida a los ojos del azogado fiscal. Desde el momento se sintió excitado e inquieto, y lanzándose a sus pies estúvola contemplando por un momento como si tuviese delante una visión: en seguida, como arrastrado por su pasión y sin saber lo que hacía ni en dónde estaba, hizo a un lado al vaquero que bailaba con ella, y, arrojando a sus pies el sombrero, exclamó en un tono de verdadero éxtasis: "¡Voy a bailar con usted, corazón mío!" Durante el baile, parecía crecer su excitación de momento en momento: olvidándose de cuanto le rodeaba, la expresión de sus facciones se hizo arrebatada, fija, intensa; arrancose su mata de cacique y en medio de la danza arrojósela a los pies. Esto pareció que le excitaba más todavía; y transportado del todo, echó mano del cuello de su camisa en un ademán violento y frenético como pretendiendo arrancarse la cabeza y arrojarla a los pies de la mestiza. No pudiendo conseguir esto, pareció entregarse a la más viva desesperación; pero súbitamente llevose las manos bajo la camisola, se apoderó de la faja que la ceñía, y bailando con toda la energía de que era capaz conforme se dirigía a la pareja, desatose la banda, y con un aire mezclado de gracia, galantería y desesperación, echola a sus pies, volviendo en seguida a su puesto. Pero entre tanto sus calzoncillos que estaban sujetos con la faja, comenzaron a escurrírsele; mas él echó ambas manos sobre ellos, sosteniéndolos con todo vigor y como si para eso necesitase de un extraordinario esfuerzo, continuando en el baile con una expresión desesperada en la fisonomía, que era irresistiblemente risible.

Durante esta escena perecían de risa todos los concurrentes; y yo no pude menos de notar la extremada modestia y circunspección de la señorita, quien ni se sonrió una sola vez, ni dirigió mirada alguna al fiscal, y sólo cuando se concluyó la danza le hizo una ligera inclinación de cabeza volviendo a su asiento. El pobre fiscal permaneció en el sitio contemplándolo estático, como si el sol de su existencia se hubiese ocultado. Al fin, volviendo la cabeza y llamándome su amigo, me preguntó si en mi país había mestizas como aquélla, y que si me agradaría traérmela conmigo; pero luego añadió que se reservaba ésta para sí, mas que bien podía elegir entre las otras, y el malvado insistía en voz alta en que me decidiese por alguna, ofreciendo llevarme al convento a cualquiera de ellas que yo eligiese.

Por lo pronto yo me había imaginado que, lo mismo que los vaqueros, estos fiscales serían de los principales jóvenes del pueblo entregados aquel día al bullicio y a la extravagancia; pero yo supe después que, no queriendo éstos representar un papel semejante, se lo conferían a otros individuos conocidos por su jocosidad y buen humor a fin de no infringir las reglas de la propiedad y bien parecer. El fiscal de que he hablado era un matador de cochinos, de excelente carácter y muy vivo, con lo cual se daba a entender que era un camarada gracioso y de buen humor. Las gentes del pueblo tenían el aire de creer que el poder que se le confería, hasta para azotar a las mestizas, era el extremo de la licencia; pero no consideraban que, ni aun siquiera en aquel día, el matador de cochinos pudiese igualarse a aquéllos que, en la vida común, eran para él como seres de otra esfera. Podía entonces, es verdad, tributar sus sentimientos a la belleza; pero esto era visto por todos como una mera farsa ridícula, que debía ser olvidada por todos los que la presenciaban, y principalmente por aquélla a quien iban dirigidos esos sentimientos de admiración. ¡Ah, pobre matador de cochinos!

Conforme a las reglas que se observaban, la manta y ceñidor que había arrojado a los pies de la dama pertenecían a ésta, y estaba obligado a implorar la caridad de los espectadores pidiéndoles dinero para redimir las prendas. Entretanto, el baile continuaba sin interrupción; y, habiéndose apoderado los fiscales del puesto en clase de bailadores, a cada paso quitaban del sitio a los vaqueros para ocupar su lugar. De cuando en cuando, y siempre bajo la dirección de los fiscales, los vaqueros que no bailaban sentábanse en el suelo en una de las testeras de la enramada entonando el cántico rústico de la vaquería en coros alternados de lengua maya y castellana. Los fiscales llevaban el coro con un estrépito tal, que ahogaba todos los demás ruidos, y en medio de este bullicioso regocijo seguían moviéndose las ligeras y graciosas figuras de las mestizas en el baile.

A las doce en punto se hicieron los preparativos para un almuerzo sólido y suculento, dispensándose en él el uso de trinchantes y cuchillos. Despejose el centro de la sala, y se llevó allí una enorme vasija de barro, igual en capacidad a un tonel, llena de frijoles fritos. Otra vasija de las mismas dimensiones contenía una preparación de huevos y carnes; y allí junto descollaba una pequeña montaña de tortillas de maíz, de todo lo cual se habían apoderado las mestizas para servir el almuerzo a todos los concurrentes. El fiscal no se olvidó de su amigo, sino que me condujo una de las mestizas, acerca de la cual yo le había expresado en confianza mi opinión, trayendo en la palma de la mano un rimero de tortillas con frijoles en el centro, y recogida la circunferencia de las tortillas por medio de los dedos, como para evitar que los frijoles se escapasen. Un ademán que hice para dar las gracias fue reprimido por el fiscal que me encajó el sombrero hasta los ojos diciéndome: que no se usaba de cumplimientos en las haciendas y que todos allí éramos indios. Difícil era mantener en la mano las tortillas y frijoles sin que corriese borrasca el único par de pantalones blancos que yo tenía en mi equipaje; y, para salir de aquel apuro, las pasé por sobre la baranda, fuera de la cual había una muchedumbre de indios muy dispuestos y listos a recibirlas; pero apenas había concluido esta operación, cuando otra mestiza me trajo un nuevo regalo de tortillas, y, todavía una de mis manos no había salido de este embarazo, cuando una tercera mestiza me colocó en la otra un cerro de tortillas y huevos, de manera que yo no sabía qué hacerme ni cómo moverme. Por fin hice un esfuerzo y logré pasar todo aquello a los espectadores de fuera de la baranda. Terminado el almuerzo, comenzó de nuevo el baile, con más espíritu y vigor: los fiscales estuvieron más jocosos que antes; y todos convenían en que el baile era muy alegre; y yo no pude menos de observar que en medio de esta reunión abigarrada y de esta extraordinaria libertad no había allí tanto ruido como en uno de nuestros salones. A las dos de la tarde, con gran pesadumbre mía, se concluyó el baile de mestizas, que era para mí enteramente nuevo y que permanece grabado en mis recuerdos como el mejor de los bailes de pueblo.